Justo acabo de llegar de trabajar, y aquí ando dándole vueltas al tema de la onomástica; o mejor dicho, esa fecha estúpida en el que se celebran cosas para recordar que pasaron; o simplemente por cumplir con un deber, para que engañarnos, impuesto.
Y es que, llevo una racha en la que, por si no se ha notado, intento verle lo bueno a lo no dicho. O a lo no celebrado. O a lo celebrado sin un porqué. Me explico. Es como esa pareja de furibundos enamorados que se quieren cuatro días al año: el día de sus respectivos cumpleaños, el de su aniversario; y el estúpido día de San Valentín. El resto más de lo mismo, comparsa y monotonía; “te quieros” fáciles de decir, pero dichos con palabras que se lleva el viento y que solo contribuyen a aumentar la cornamenta de ambos. Es así, pura apariencia, clamorosa mentira…
Por ello, en una de esas, al tomarme el tercer y más rompedor chupito de la noche, me di cuenta que me la pelan los días, ya sea 28 de mayo, 24 de octubre, 13 de noviembre, 9 de febrero… me la pela, me da exactamente igual ocho que ochenta… Mi vida, no es una sucesión de días marcados taxativamente en un simplón calendario, mi vida es una sucesión de momentos que no necesitan estar telegrafiados. Y es tan simple como que prefiero un regalo espontaneo a uno marcado por el 14 de febrero, es tan así como que no tengo que esperar a mi cumpleaños para pasar un rato memorable con mis amigos; es tan evidente como que lo días lo tengo por eso, por días, y los números por números. Fin.
Y llegando a esa conclusión es cuando descubro la de detalles formidables que puede tener el día a día, sin tener que esperar a la fecha clave; sin tener que esperar a la pantomima.